35 Jesús les dijo: Yo soy el pan de la vida; el que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí nunca tendrá sed. 36 Pero ya os dije que aunque me habéis visto, no creéis. 37 Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que viene a mí, de ningún modo lo echaré fuera. 38 Porque he descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió.
Muchas veces, sin quererlo o sin darnos cuenta, nos hacemos parte del problema.
Lo vemos venir y temblamos de la preocupación; le damos vueltas hasta que nos duele la cabeza o se la ponemos como un bombo a quien esté al lado y creamos un problema añadido al entrar en tal estado de nervios.
Honestamente, yo también lo he hecho. Reconozco que no es lo más práctico ni lo más sensato. Y, a modo de sugerencias (o autosugerencias), he aquí ideas para salirse del problema y comenzar a explorar soluciones.
Ponte en pausa. Cuando salten las alarmas, espera. Date un paseo o busca otra manera de despejarte, hasta que se aplaquen los nervios y puedas ver las situación con otros ojos; con los ojos de la razón.
Acepta tu miedo, pero no dejes que decida por ti. Tener miedo es normal y hasta saludable. Otra cosa es ser prisionero del mismo. El miedo es sólo una emoción que tiene el poder que tú le des.
Cíñete a los hechos. No te cuentes a ti mismo historias sobre las malas intenciones de tal o cual. No especules con lo que pueda ocurrir en adelante, si no cuentas con datos contundentes. Quédate con la información que conoces, con lo que puedes manejar… y haz el resto a un lado.
La situación ya es complicada, como para querer complicarla más.
Hazte preguntas que lleven a soluciones. ¿Por qué yo? ¿Por qué a mí? Esos interrogantes sirven de poco. Elige preguntas que supongan un paso adelante, como: Dado el panorama, ¿qué es lo próximo que voy a hacer?
Busca acuerdos. Si hay más gente involucrada, la solución hay que encontrarla entre todos.
Esperar que otros enfoquen la situación del mismo modo que tú y que lleguen a las mismas conclusiones hará el problema más grande. Escucha. Comprende. Y, si no estás de acuerdo, expón lo tuyo.
Ahora… ¡a encontrar una solución!
Difícil papeleta, a la que no le hace justicia una entrada tan corta como ésta.
Pero, para tener el proceso claro, todavía voy a resumirlo más: No te enlaces al problema con emociones desbocadas y un exceso de pensamientos catastrofistas. Enfría tu mente, simplifica y enfócate en la salida.
Ella siempre criticaba la ropa sucia de sus vecinos, pero solo una frase de su marido la hizo callar.
Nadie está libre de pecado, esa es una realidad. Muchas personas suelen ver, en sentido figurado, la paja en el ojo ajeno, pero ignoran o prefieren ignorar la suya propia.
Un antiguo proverbio dice que no se debe juzgar a nadie, pues uno mismo será juzgado. Esa es una verdad que la dama de esta historia comprendió por las malas. Esta mujer solía prestar especial atención a los asuntos de sus vecinos, sin tener en cuenta lo que sucedía bajo su propia nariz.
Este caso ilustra perfectamente un dicho popular: «Los que viven en casas de cristal no deberían arrojar piedras a los demás» ¿Qué opinas de esto? ¿Alguna vez te has enfrentado a una situación como esta?
La historia cuenta que una pareja de mediana edad se mudó a una nueva casa. Una mañana soleada la esposa, durante el desayuno familiar, miró por la ventana y descubrió que la ropa de sus vecinos, que estaba colgada en los cordeles del patio, no se veía muy limpia.
«¿Viste como tienen la ropa sucia? ¡Ella no sabe lavar! Habrá que regalarle algún detergente de buena calidad» — le comentó la mujer a su esposo, pero el hombre continuó leyendo el periódico sin inmutarse. Cada vez que en los vecinos colgaban la ropa, esta esposa regañona no perdía la oportunidad de lanzar alguna crítica.
Un mes más tarde, la mujer casi se atragantó con su té cuando comprobó que la ropa se veía tan blanca como la nieve. «¡Mira, ella por fin aprendió a lavar! Me pregunto quien le habrá enseñado?», le comentó a su marido.
Su esposo le contesta: “Me levanté temprano esta mañana y limpié nuestras ventanas.”
Y así es con la vida… lo que vemos cuando miramos a los demás depende de la claridad de la ventana por la cual estamos mirando.”
La moraleja de esta historia nos enseña que para juzgar a los demás debemos mirar primero a través de una ventana bien limpia de nuestra casa, si entiendes a lo que me refiero. Para juzgar a tu prójimo primero debes juzgarte a ti mismo, pues nadie es perfecto.
Comparte esta sabiduría con tus amigos, para que aprendan que quien no está libre de pecado no puede tildar de pecadores a los demás.